"La esencia de la grandeza radíca en la capacidad de la realización personal propia en circunstancias en las que otros optan por la locura." - Dr. Wayne W. Dyer

Osho: El libro del Hara, Quinto capitulo, tercera parte


Había una vez un gran rey. Una mañana se acercó a visitar­le un misterioso extranjero y le dijo:

-Ahora que has conquistado toda la tierra, ya no te corresponde usar la ropa de un ser humano. Te traeré la ropa de los dioses.
La mente del rey se volvió ávida. Su intelecto le decía:

-¿Cómo es posible que los dioses tengan ropa?

El intelecto duda incluso de la existencia de los dioses. Pero estaba ávido porque pensaba que quizá había dioses en alguna parte, y si le traían su ropa sería el primer hombre sobre la tierra, en la historia de la humanidad, que habría usado la ropa de un dios. ¿Y cómo iba a engañarle este hombre? Él era un gran em­perador, tenía billones y trillones de rupias. Aunque el hombre le pidiera unos cuantos miles de rupias no pasaría nada. Le pre­guntó al hombre:

-De acuerdo, ¿y cuánto me costará?

El hombre dijo:

-Te va a costar por lo menos diez millones de rupias, porque tengo que pagar un precio muy alto para poder llegar hasta los dioses. No sólo te cobran los hombres, los dioses también lo hacen; los dioses son muy listos, ellos también te sobornan. Los hombres se conforman con poco dinero

-son pobres- pero los dioses no se conforman con poco; sólo hacen caso cuando ven una buena pila de dinero; si no ni siquiera lo miran. Por tanto, es muy difícil, pero harán falta por lo menos diez millones de rupias.

El rey dijo:

-De acuerdo, no hay ningún problema. Pero recuerda, como me engañes te costará la vida. De ahora en adelante pondré guardias armados rodeando tu casa.
El hombre recibió los diez millones de rupias y su casa se puso bajo vigilancia. Toda la gente de la vecindad estaba sor­prendida, asombrada. No podían creerlo.

¿Dónde están los dioses y dónde está su cielo? -pensa­ban-. No parece que este hombre vaya ni venga de ningún sitio.

Se quedó en su casa y le dijo a todo el mundo:

-Dentro de seis meses veréis la ropa de los dioses.
-Todo el mundo dudaba, pero el rey no mostraba preocupación porque el hombre estaba bajo la vigilancia de las espadas. No se podía es­capar ni podía engañarle.
Pero este hombre era mucho más inteligente que el rey; cuando pasaron seis meses salió de su casa con una hermosa caja y le dijo a los soldados:
-Vayamos al palacio. Ha llegado el día, ya tengo la ropa. Se congregó toda la capital. Vinieron a verlo reyes y empe­radores desde muy lejos. Se organizó un gran festejo. El hom­bre llegó a la corte con la caja, no había motivos para sospechar. Trajo la caja y la puso en el suelo. Abrió la tapa de la caja, metió la mano, sacó una mano vacía y le dijo al rey:
-Éste es el turbante.

El rey lo miró y dijo:

-No veo ningún turbante, tu mano está vacía.
El hombre dijo inmediatamente:
-Permíteme que te recuerde una cosa: los dioses han dicho que sólo la persona que sea hijo de su padre podrá ver el turbante y la ropa. ¿Ves el turbante ahora?

El rey dijo:

-Sí, claro que lo yeo.
No había ningun turbante, las manos del hombre estaban vacías, pero todos los cortesanos empezaron a aplaudir. Ellos tampoco veían el turbante pero empezaron a decir:
-Nunca hemos visto un turbante tan bonito. El turbante es precioso, único, maravilloso. Nadie ha visto un turbante como éste jamás.
Cuando todos los cortesanos empezaron a decir que el turbante­ era muy bonito, el rey se vio en un situación comprome­tida. Y después el hombre le dijo:
-Quítate tu turbante y ponte éste.
El rey se quitó su turbante y se puso el turbante que no existía. Si sólo hubiese sido el turbante no habría pasado nada, pero pronto el rey se encontró en un verdadero aprieto. Primero se quitó el abrigo, después la camisa, y finalmente llegó la hora de quitarse su última prenda. El rey estaba desnudo, pero todos los cortesanos gritaban:

-iQué ropa más bonita! iEs maravillosa! Nunca hemos visto una ropa tan bella.

Todos los cortesanos tenían que decirlo muy alto para que los demás no dudaran que eran hijos de sus padres.
Y mientras toda la multitud estaba gritando algo sobre la ropa, cada uno de ellos empezó a pensar que tenía un problema en la vis­ta o que hasta ahora se había equivocado respecto a su padre: «Si todos los demás están gritando cosas sobre la ropa, deben estar en lo cierto. Toda esa gente no puede estar equivocada. Son la mayo­ría. Cuando todo el mundo coincide en lo mismo, debe ser cierto». Esto es la democracia: todo el mundo está de acuerdo: «Cuando hay tanta gente que está de acuerdo, no pueden estar todos equivoca­dos». Así que cada uno pensaba que sólo él estaba equivocado, y si se quedaba callado los demás pensarían que no veía.

El rey empezó a asustarse; ¿debía quitarse su última pren­da o no? Por una parte tenía miedo de que la corte al completo le viera desnudo, y por otra parte tenía miedo de que todo el mundo supiera que no era hijo de su padre; esto le causaría to­davía más problemas. iEra como estar entre la espada y la pared! Al final, le pareció mejor aceptar la desnudez; por lo menos se salvaría el nombre de su padre, no se difamaría su dinastía.

-Como mucho -pensó-, la gente me verá desnudo; qué importa. Y además, si todo el mundo está elogiando la ropa, de­ben tener razón. Quizá la ropa esté realmente ahí y sea yo el único que no la ve.

Para evitarse complicaciones innecesarias se quitó la últi­ma prenda y se quedó desnudo.
Entonces el hombre le dijo:

-iOh, rey! Por primera vez ha descendido la ropa de los dioses sobre la tierra. Deberías hacer una procesión y dar la vuelta a la ciudad en un carruaje. El rey estaba todavía más asustado, pero no tenía otra salida. Cuando un hombre se equivoca desde el principio es muy difícil detenerlo más tarde, y cada vez se hace más difícil recti­ficar. Si no eres honesto en el primer momento, en las etapas sucesivas te vas volviendo cada vez más hipócrita; y ahora ya no sabes dónde rectificar porque cada etapa está conectada con otras muchas etapas.

De modo que el rey se encontraba en un aprieto. No podía ne­garse. Le llevaron de procesión en un carruaje... Quizá tú tam­bién estabas ahí, porque había tanta gente en aquella ciudad... Todo el mundo vio la procesión, tú también puedes haber estado ahí y elogiado la ropa. Nadie se quería perder la oportunidad. Toda la gente elogiaba la ropa en voz alta, diciendo que era bellísima. Sólo un niño que estaba entre la multitud sentado sobre los hombros de su padre dijo:

-Padre, el rey está desnudo.

El padre dijo:

-ildiota, cállate! Eres pequeño, no tienes experiencia. Cuando tengas experiencia tú también empezarás a ver la ropa. Yo puedo verla.

Los niños a veces dicen la verdad, pero los mayores no les dan crédito porque tienen más experiencia. La experiencia es algo muy peligroso. Debido a su experiencia el padre le dijo:
-iCalla! Cuando tengas experiencia tú también verás la ropa. Todos la podemos ver, ¿crees que nos hemos vuelto locos?

A veces un niño dirá:

-No puedo ver a Dios en una estatua.

Entonces los viejos dirán:

-iCalla! Nosotros podemos ver a Dios. Ram está ahí. Y cuando tengas experiencia tú también lo verás.

El ser humano está atrapado en un engaño colectivo. Y cuando todo el mundo está engañado resulta difícil ver.

Tienes que averiguar si la ropa de la sabiduría -a la que considerabas ropa- realmente era ropa, o si estás desnudo con una ropa invisible. Tienes que poner a prueba todos tus pensamientos siguiendo este criterio: «¿Sé esto?» Si no lo sabes, pre­párate para ir al infierno antes que seguir aferrándote a esa seu­do sabiduría.

La primera condición de autenticidad es que deberías decir que no lo sabes todo lo que no sabes; si no, será el comienzo de la hipocresía. Normalmente, no podemos ver los grandes enga­ños, sólo vemos los pequeños. Si un hombre te engaña por unas rupias te das cuenta, pero si un hombre está delante de una es­tatua con las manos unidas diciendo: «lOh Dios, oh Señor»... sabiendo perfectamente que la estatua es de piedra y que ahí no hay ningun Dios ni Señor, entonces, aunque en apariencia este hombre sea auténtico y religioso, será difícil encontrar un impostor o un hipócrita más grande sobre la tierra. Está siendo totalmente engañoso. Está diciendo algo absolutamente falso y no siente nada en su interior. Pero no tiene el coraje suficiente para entender lo que está diciendo, lo que está haciendo.

La persona religiosa es aquella que reconoce lo que sabe y lo que no sabe. Este reconocimiento es el primer paso para con­vertirse en una persona religiosa. Una persona religiosa no es aquella que dice conocer a Dios y el espíritu, y haber visto el cielo y el infierno. Una persona religiosa es aquella que dice que no sabe nada; que es absolutamente ignorante: «No tengo sabi­duría. Ni siquiera me conozco a mí mismo, ¿cómo voy a decir que conozco la existencia? Ni siquiera conozco la piedra que está enfrente de mi casa. ¿Cómo voy a conocer lo divino? La vida es misteriosa, desconocida. No sé nada. Soy absolutamen­te ignorante».

Si tienes valor para ser ignorante y valor para aceptar que es­tás en la ignorancia, entonces puedes empezar a recorrer el ca­mino hacia la liberación de la maraña de tus pensamientos. De lo contrario, nunca podrás empezar. De modo que hay que en­tender una cosa, eres muy ignorante, no sabes nada y todo lo que crees saber es absolutamente falso, prestado y gastado. Es como un estanque, no como un pozo. Si quieres crear un pozo en tu vida, es absolutamente necesario librarse de la ilusión del estanque.

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